Los adoquines cubren el suelo de las calles que se extienden entre las imponentes naves de ladrillo desde hace más de un siglo. Miles de días lluviosos han oxidado el viejo timbre de metal que, colgado de una fachada del patio central, señalaba el inicio y el final de cada jornada. Detrás de varias puertas de metal que permanecen abiertas más de doce horas al día se esconden los vestigios de lo que fue una de las fábricas textiles punteras del estado. Como si se hubiera retrocedido varias generaciones en el tiempo, entrar en el recinto de la «Fabra i Coats» transporta a cualquiera al pasado.
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